La importancia de la Justicia Restaurativa en la ejecución de la pena

Por Yessika Ortega

Establece la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en el numeral 20 apartado A, fracción I, que el proceso penal tendrá por objeto, además del esclarecimiento de los hechos, la protección al inocente y la reparación de los daños causados por el delito; en ese mismo sentido el inciso C, fracción IV, hace referencia al derecho que tiene la víctima a que se le repare el daño; en sintonía, el diverso artículo 2 del Código Nacional de Procedimientos Penales establece como objeto la protección del inocente, la reparación del daño e incluso adiciona contribuir a asegurar el acceso a la justicia y resolver el conflicto que surja con motivo de delito.

Parece que existe una idea arraigada en pensar que obtener justicia es solo el dictado de una sentencia condenatoria, en aquellos casos en que se probó la responsabilidad del acusado; sin embargo, vemos que las disposiciones constitucionales van más allá. No sólo debe procurarse la impunidad y la protección del inocente, sino lograr reparar, en la medida de lo posible, las consecuencias del delito; así las cosas, no podemos afirmar que se esté dando cumplimiento a la norma constitucional si no se realizan los esfuerzos necesarios para lograr una real reinserción, no solo de la persona que ha quebrantado la norma, sino de aquella que se vio perjudicada por esta conducta.

La imposición de la pena es una consecuencia de haber actuado en contra del ordenamiento legal; sin embargo, no se trata de una venganza a manos del Estado, sino que tiene diversos fines, mismos que se encuentran plasmados en el artículo 18 de nuestra carta magna, en donde se establece: 1. El objetivo del sistema penitenciario: es lograr la reinserción del sentenciado a la sociedad; y, 2. La forma o camino que ha de tomarse para lograr tal fin: trabajo, capacitación para el mismo, educación, salud y deporte, todo con estricto apego y respeto a los Derechos Humanos.

Así pues, cuando existe la comisión de un delito, el autor se ve segregado de la sociedad y es objeto de la violencia legal, esto puede ser desde el momento en que está siendo procesado –si se le impone la más gravosa de las medidas cautelares–, o bien, si se le ha dictado sentencia condenatoria y se le ha negado la posibilidad de un sustitutivo de sanciones.

Tal como señala el maestro Muñoz Conde, el derecho penal es violencia, tanto en las conductas que son parte de éste como en la forma en que el Estado reacciona ante su comisión.

En este escenario, tenemos que las consecuencias del delito se generan principalmente a dos sujetos: la víctima directa, definida por el artículo 4 de la Ley General de Víctimas, como aquellas personas físicas que hayan sufrido algún daño o menoscabo económico, físico, mental, emocional o, en general, cualquiera puesta en peligro o lesión a sus bienes jurídicos o derechos como consecuencia de la comisión de un delito o violaciones a sus derechos humanos reconocidos en la Constitución y en los Tratados Internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte; el sentenciado, a quien se acreditó haber intervenido en la comisión de un delito y en consecuencia se le impuso una pena; que no está por demás decirlo, a pesar de ser el autor del hecho, también sufre secuelas psicológicas a raíz del evento, amén del señalamiento social, del trato que sabemos viven en las prisiones, sin contar con que la mayoría provienen de una familia desintegrada, de una infancia o adolescencia complicada, incluso de haber, también, sido víctimas de delitos.

En este orden de ideas, vemos que si el Estado considera satisfecha la obligación de procurar e impartir justicia solo hasta el dictado de una sentencia condenatoria, no está cumpliendo con el fin de la imposición de la pena: que es la reinserción y buscar que la persona no vuelva a delinquir; ni con el derecho que tiene la víctima a la reparación integral, a través de medidas de rehabilitación, compensación, satisfacción y garantías de no repetición, quien también tiene la necesidad de apoyo para volver a desarrollarse dentro de la sociedad de la forma en que lo hacía antes de sufrir el evento victimizante.

En un sinnúmero de ocasiones, el que la víctima acceda a conocer la verdad a través de la prueba desahogada en juicio y de la resolución emitida por el juez, no es suficiente para resarcirla, muchas veces se buscan respuestas que sólo el autor del hecho puede dar, tal vez, también otras tantas buscan ser escuchadas, pero no en medio de una audiencia en la que tiene que dirigirse al juez, sino en una comunicación directa y efectiva con el agresor, en un ejercicio de sanación, en el que le transmita cómo afectó su vida, más allá de la frialdad de una audiencia de juicio en la que se encuentran personas que no están capacitadas para ese efecto.

También, sería de gran ayuda para concientizar al sentenciado, desde un aspecto más sensible, de las consecuencias de su actuar, pues hasta ese momento pierde de vista la lesión real causada y únicamente relaciona la conducta con la pena que tendrá que sufrir, como única secuela.

Al no hacerse responsable del hecho, desde una óptica moral, y estar en contacto directo con la lesión real ocasionada a la víctima, el sentenciado se sentirá una víctima más por sus condiciones de vida previa, ahora por el señalamiento social y por la imposición de la pena –con todo lo que conlleva, como abusos en las prisiones–. Bajo ese panorama, es difícil pensar que se pueda alcanzar una real reinserción de ambos y, con ello, lograr la recomposición del tejido social; por el contrario, seguramente tendremos dos individuos que tendrán una carga emocional no trabajada que podría derivar en la afectación de su proyecto de vida e incluso en la nueva comisión de delitos.

Y, entonces, esto parece volverse un círculo vicioso, que tendrá indudablemente impacto social.

Desde la entrada en vigor de la Ley Nacional de Ejecución Penal, se dedicó un capítulo a la Justicia Restaurativa en la ejecución de sanciones, pero ha sido poco o nulo el uso que se le ha dado a esta figura y, aún peor, no se ha cumplido con lo ordenado por el artículo 202 de la dicha legislación, que señala que el Tribunal de Enjuiciamiento, en la audiencia de individualización de sanciones deberá informar al sentenciado, a la víctima u ofendido, la posibilidad que tienen de llevar a cabo un proceso de justicia restaurativa, así como explicarles los beneficios de someterse a éste.

Estos procesos son entendidos como aquellos que buscan la participación activa y conjunta del sentenciado y la víctima, con el objeto de identificar las necesidades y responsabilidades de ambos en busca de solucionar las cuestiones derivadas del delito para contribuir con esto a la recomposición del tejido social. Se basan en los principios de voluntariedad de las partes, flexibilidad, confidencialidad, neutralidad, honestidad y reintegración.

No existe restricción por cuanto al tipo de delito, ello porque precisamente se basan en la voluntariedad de las partes, en la necesidad que tengan éstas por iniciar el proceso, por esto la víctima debe ser mayor de edad, además deberá garantizarse que éste se lleve en condiciones seguras. Quien dirige estos procesos es un facilitador, que deberá estar certificado de conformidad con la Ley Nacional de Mecanismos Alternativos de Solución de Controversias en Materia Penal.

Es requisito necesario, no solo que la víctima dé su consentimiento pleno e informado, sino además que el sentenciado acepte su responsabilidad por el delito, pues no podría entenderse un proceso en el que se pretende que asuma las consecuencias de sus actos y hacerlo consciente de lo que ocasionó, si en primer término se negara a aceptar el hecho.

El proceso se divide en dos etapas:

De preparación.- Consiste en reuniones previas del facilitador con el sentenciado –para verificar si se dan las condiciones, esto es, el consentimiento, así como la aceptación de responsabilidad– y, con la víctima –para asegurarse de que está preparada para el proceso y que no existe riesgo de revictimización–.

De encuentro.- Consiste en sesiones conjuntas con el facilitador, víctima y sentenciado, en donde se plantearán los puntos que previamente se pactaron con quien dirige, a través de preguntas para hacer saber al otro sus sentimientos y necesidades y poder encontrar formas específicas para lograr satisfacerlas.

Cabe destacar, que también se regula, dentro de la ley aplicable, la posibilidad de llevar a cabo procesos de mediación, tratándose de conflictos dentro del penal, ya sea entre internos o entre éstos con el personal penitenciario, buscando el diálogo, auto-responsabilización, reconciliación y acuerdo, con el fin de pacificar las relaciones dentro del penal y la reducción de conflictos generados por la convivencia diaria, pues, si dentro del núcleo familiar se originan diferencias entre sus miembros existiendo relaciones de afecto entre ellos, no es difícil imaginar lo complicado que es la convivencia entre personas a las que no las une lazo alguno, que enfrentan situaciones adversas y que quieran o no –sea por motivos laborales o por estar compurgando una pena– tienen que desenvolverse en ese entorno; hacer más llevaderas las relaciones sociales dentro del penal abonará positivamente en el adecuado  proceso de reinserción del condenado, pues no se trata de “castigar” a quien ha delinquido y hacer su vida difícil en prisión, sino de darle el apoyo que requiere para volver a integrarse a la sociedad como un ciudadano funcional, evitando, en la medida de lo posible, que vuelva a delinquir, resultando con ello un beneficio real a la sociedad.

Abogada postulante

@Yesika33945066